viernes, 19 de diciembre de 2008

"El celibato sacerdotal consagra más estrechamente a Cristo"

“La Iglesia, desde siempre, ha tenido en gran consideración el celibato de los sacerdotes”. Así lo afirma el cardenal Francis Arinze, hasta hace unos días prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en un libro presentado este martes en la sede de Radio Vaticano.

Amplios fragmentos del texto de este libro, titulado “Reflexiones sobre el sacerdocio, carta a un joven sacerdote” (publicado por la librería Editrice Vaticana) han sido también publicados en italiano por el diario “L’Osservatore Romano”.

“Cristo vivió una vida virginal, enseñó a sus discípulos la castidad y propuso la virginidad a los que están dispuestos y en grado de seguir una llamada semejante”, explica el cardenal Arinze en su libro.
“En la vida sacerdotal, la continencia perpetua por el reino de los cielos expresa y estimula la caridad pastoral. Es una fuente especial de fecundidad espiritual en el mundo”; “es un testimonio que resplandece ante el mundo como camino eficaz para el seguimiento de Cristo”.

En el mundo de hoy, “inmerso en una preocupación exagerada por el sexo y por su desacralización”, “un presbítero que vive con alegría, fidelidad y positivamente su propio voto de castidad es un testigo que no puede ser ignorado”, observa.

A través del celibato sacerdotal, prosigue el purpurado, “el presbítero se consagra más estrechamente a Cristo en el ejercicio de la paternidad espiritual”, se manifiesta “con más disponibilidad” “como ministro de Cristo, esposo de la Iglesia”, y puede “verdaderamente presentarse como signo vivo del mundo futuro, que está ya presente por medio de la fe y de la caridad”.

El sacerdote, advierte el cardenal, “no debe dudar del valor o de la posibilidad del celibato a causa de la amenaza que representa la soledad”, pues ésta está presente en cierta dosis en cada estado de vida, también en la vida matrimonial.

Sería por tanto una equivocación intentar evitar la soledad “lanzándose cada vez más a la actividad y organizando continuamente nuevos encuentros, viajes o visitas”.

Lo que el sacerdote necesita en cambio es “el silencio, la quietud y el recogimiento para estar en la presencia de Dios, dar mayor atención a Dios y encontrar a Cristo en la oración personal ante el Tabernáculo”, porque “sólo entonces será capaz de ver a Cristo en cada persona que encuentra durante su ministerio”.

Para vivir bien el celibato es también importante la aportación de la fraternidad, hasta el punto que “el ideal es que el obispo haga de modo que los sacerdotes vivan de dos en dos o de tres en tres por parroquia, en vez de solos”, porque “tienen necesidad unos de otros para hacer crecer al máximo sus potencialidades”.

El presbítero, añade el cardenal en su libro, “tiene como Maestro a Cristo”, y aunque no le sea posible imitar su forma de actuar “en cada mínimo detalle”, “esto no nos exime de seguirlo de la forma más cercana posible”.

La obediencia que el sacerdote da al Papa, al obispo y a sus representantes “se basa en la fe” y es el instrumento a través del cual “el sacerdote da a Dios la posibilidad de servirse plenamente de él para realizar la misión de la Iglesia”.

“Dios protege al sacerdote que respeta y obedece a su obispo con fidelidad firme y nobleza de carácter”.

Como seguidor de Cristo, que en su vida terrena vivió como pobre, el presbítero está llamado a la pobreza.La virtud de la pobreza tiene que ver también con el uso personal del propio dinero. Evitando todo aquello que pueda apegarle a los bienes terrenos y le incline a gastos excesivos, el sacerdote debe acordarse de los pobres, de los enfermos, de los ancianos y de todos los necesitados en general.Los medios de transporte, la casa, el mobiliario, el vestido, no deben ponerle en la parte de los ricos y los poderosos.

Un test sobre la generosidad del sacerdote puede consistir en preguntarse qué motivos de caridad se incluyen en sus deseos y cuánta gente pobre, pobres seminaristas o candidatos a la vida consagrada llorarán su muerte, reconociendo que ha fallecido su padre en Cristo y su benefacto.
Publicado el 16. Dec, 2008 por CatólicoDigital en Artículos

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Cardenal J. Medina: uno de los pocos obispos que todavía llama a las cosas por su nombre.

Una vez más, el Caedenal don Jorge Medina Estévez, llama a las cosas por su nombre. Ojalá todos los obispos se atrevieran a hacerlo.
Vea el siguiente enlace:
http://terratv.terra.cl/templates/channelContents.aspx?channel=12&contentid=83930

sábado, 29 de noviembre de 2008

ADVIENTO: Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre.

Por José de Jesús y María
Manifestaciones dominicales del Espíritu Santo
desde el Sagrado Corazón de Jesús

El tiempo de Noe fue un tiempo en la historia de la humanidad cuando el mundo estaba cubierto por el pecado, esto levantó la ira de Dios para purificar la tierra a través del gran diluvio. Pero Yo les digo, hoy el mundo está en una situación peor que en aquellos días y la justa ira de mi Padre está siendo aplacada solamente por la acción de mi Divina Misericordia. La Misericordia está teniendo su tiempo pero no puede parar indefinidamente la venida de la Justicia Divina, el tiempo vendrá cuando el mundo viejo tendrá que darle paso al mundo nuevo tal como lo he predicho.
El pecado está lleno de orgullo y lleva el alma a perder el temor de Dios. El hombre es débil y se entrega a sus pasiones muy fácilmente, el efecto espiritual que esto tiene es de abrir las puertas del alma a los espíritus malvados quienes vienen violentamente a posesionarse, a pervertir y a destruir el alma. Se vuelve una tarea muy difícil erradicar la maldad de un alma pervertida, y solamente mi Gracia puede llegar directo a la oscuridad del alma para poner un firme deseo de arrepentimiento.
Yo he provisto el remedio para las enfermedades del alma. Con el derramamiento de mi sangre, Yo abrí la fuente de la medicina divina para destruir el veneno de la maldad, y sigue teniendo poder infinito para purificar las almas del pecado. Permití que hombres malvados laceraran mi cuerpo y lo cubrieran con muchas heridas, Yo derramé mi sangre gota a gota para purificar la tierra, finalmente permití que mi corazón fuera abierto por una lanza para crear un refugio en mis santas heridas así que como en el tiempo de Noe ustedes puedan evitar el castigo que ha de venir.
Por mis santas heridas ustedes son sanados, por mi preciosa sangre sus almas son purificadas y cubiertas con las vestiduras blancas para la eternidad.
Por mi Espíritu Santo ustedes son inflamados con el deseo de su purificación, así que cada uno pueda tener la oportunidad de arrepentirse, enmendar su vida y ser salvado. Yo estoy golpeando en la puerta de cada corazón.
Yo no quiero que nadie perezca; la fuente de mi Divina Misericordia esta invitando a todos para que sean purificados antes de que sea demasiado tarde. La muerte puede llegar a cualquier hora sin ninguna advertencia, no escoge edad, sexo o raza, viene a los pecadores y a los justos, nadie se puede escapar de ella.
Prepárate diariamente y protege tu alma, el templo de tu espíritu, cierra tus puertas a la maldad y mantenla en estado de gracia para que puedas estar feliz a la hora de mi llegada. Piensa con temor de Dios acerca de la hora del juicio, pero se santo y no tendrás que preocuparte acerca de lo que ha de venir.

viernes, 21 de noviembre de 2008

"QUAS PRIMAS": Encíclica de S. S. Pío XII sobre la Fiesta de Cristo Rey (Capítulo III)




III. LA FIESTA DE JESUCRISTO REY
20. Ahora bien: para que estos inapreciables provechos se recojan más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo más posible el conocimiento de la regia dignidad de nuestro Salvador, para lo cual nada será más dtcaz que instituir la festividad propia y peculiar de Cristo Rey.
Las fiestas de la Iglesia
Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio.
Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas -digámoslo así- hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, a los corazones, al hombre entero. Además, como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho más en la vida espiritual.
En el momento oportuno
21. Por otra parte, los documentos históricos demuestran que estas festividades fueron instituidas una tras otra en el transcurso de los siglos, conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la fe, o algún beneficio de la divina bondad. Así, desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los fieles eran acerbísimamente perseguidos, empezó la liturgia a conmemorar a los mártires para que, como dice San Agustín, las festividades de los mártires fuesen otras tantas exhortaciones al martirio (34). Más tarde, los honores litúrgicos concedidos a los santos confesores, vírgenes y viudas sirvieron maravillosamente para reavivar en los fieles el amor a las virtudes, tan necesario aun en tiempos pacíficos. Sobre todo, las festividades instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el pueblco cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su poderosísima protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor hacia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además, entre los beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen y de los Santos, no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías.

22. En este punto debemos admirar los designios de la divina Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así también permitió que se enfriase a veces la fe y piedad de los fieles, o que amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas, aunque al cabo volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los fieles, despertados de su letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la santidad. Asimismo, las festividades incluidas en el año litúrgico durante los tiempos modernos han tenido también el mismo origen y han producido idénticos frutos. Así, cuando se entibió la reverencia y culto al Santísimo Sacramento, entonces se instituyó la fiesta del Corpus Christi, y se mandó celebrarla de tal modo que la solemnidad y magnificencia litúrgicas durasen por toda la octava, para atraer a los fieles a que veneraran públicamente al Señor. Así también, la festividad del Sacratísimo Corazón de Jesús fue instituida cuando las almas, debilitadas y abatidas por la triste y helada severidad de los jansenistas, habíanse enfriado y alejado del amor de Dios y de la confianza de su eterna salvación.
Contra el moderno laicismo
23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperío de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.
24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.
La fiesta de Cristo Rey
25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor.
Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.
Continúa una tradición
26. ¿Y quién no echa de ver que ya desde fines del siglo pasado se preparaba maravillosamente el camino a la institución de esta festividad? Nadie ignora cuán sabia y elocuentemente fue defendido este culto en numerosos libros publicados en gran variedad de lenguas y por todas partes del mundo; y asimismo que el imperio y soberanía de Cristo fue reconocido con la piadosa práctica de dedicar y consagrar casi innumerables familias al Sacratísimo Corazón de Jesús. Y no solamente se consagraron las familias, sino también ciudades y naciones. Más aún: por iniciativa y deseo de León XIII fue consagrado al Divino Corazón todo el género humano durante el Año Santo de 1900.

27. No se debe pasar en silencio que, para confirmar solemnemente esta soberanía de Cristo sobre la sociedad humana, sirvieron de maravillosa manera los frecuentísimos Congresos eucarísticos que suelen celebrarse en nuestros tiempos, y cuyo fin es convocar a los fieles de cada una de las diócesis, regiones, naciones y aun del mundo todo, para venerar y adorar a Cristo Rey, escondido bajo los velos eucarísticos; y por medio de discursos en las asambleas y en los templos, de la adoración, en común, del augusto Sacramento públicamente expuesto y de solemnísimas procesiones, proclamar a Cristo como Rey que nos ha sido dado por el cielo. Bien y con razón podría decirse que el pueblo cristiano, movido como por una inspiración divina, sacando del silencio y como escondrijo de los templos a aquel mismo Jesús a quien los impíos, cuando vino al mundo, no quisieron recibir, y llevándole como a un triunfador por las vías públicas, quiere restablecerlo en todos sus reales derechos.
Condición litúrgica de la fiesta
30. Por tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos. Asimismo ordenamos que en ese día se renueve todos los años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X, mandó recitar anualmente.
Este año, sin embargo, queremos que se renueve el día 31 de diciembre, en el que Nos mismo oficiaremos un solemne pontifical en honor de Cristo Rey, u ordenaremos que dicha consagración se haga en nuestra presencia. Creemos que no podemos cerrar mejor ni más convenientemente el Año Santo, ni dar a Cristo, Rey inmortal de los siglos, más amplio testimonio de nuestra gratitud -con lo cual interpretamos la de todos los católicos- por los beneficios que durante este Año Santo hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe católico.

31. No es menester, venerables hermanos, que os expliquemos detenidamente los motivos por los cuales hemos decretado que la festividad de Cristo Rey se celebre separadamente de aquellas otras en las cuales parece ya indicada e implícitamente solemnizada esta misma dignidad real. Basta advertir que, aunque en todas las fiestas de nuestro Señor el objeto material de ellas es Cristo, pero su objeto formal es enteramente distinto del título y de la potestad real de Jesucristo. La razón por la cual hemos querido establecer esta festividad en día de domingo es para que no tan sólo el clero honre a Cristo Rey con la celebración de la misa y el rezo del oficio divino, sino para que también el pueblo, libre de las preocupaciones y con espíritu de santa alegría, rinda a Cristo preclaro testimonio de su obediencia y devoción. Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más acomodado para esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de aquel que triunfa en todos los santos y elegidos. Sea, pues, vuestro deber y vuestro oficio, venerables hermanos, hacer de modo que a la celebración de esta fiesta anual preceda, en días determinados, un curso de predicación al pueblo en todas las parroquias, de manera que, instruidos cuidadosamente los fieles sobre la naturaleza, la significación e importancia de esta festividad, emprendan y ordenen un género de vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan servir amorosa y fielmente a su Rey, Jesucristo.

Con los mejores frutos
32. Antes de terminar esta carta, nos place, venerables hermanos, indicar brevemente las utilidades que en bien, ya de la Iglesia y de la sociedad civil, ya de cada uno de los fieles esperamos y Nos prometemos de este público homenaje de culto a Cristo Rey.
a) Para la Iglesia
En efecto: tríbutando estos honores a la soberanía real de Jesucristo, recordarán necesariamente los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida por Cristo, exige -por derecho propio e imposible de renuncíar- plena libertad e independencia del poder civil; y que en el cumplimiento del oficio encomendado a ella por Dios, de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos pertenecen al Reino de Cristo, no pueden depender del arbitrio de nadie.
Más aún: el Estado debe también conceder la misma libertad a las órdenes y congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales, siendo como son valiosísimos auxiliares de los pastores de la Iglesia, cooperan grandemente al establecimiento y propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la observación de los tres votos la triple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida más perfecta, merced a la cual aquella santidad que el divino Fundador de la Iglesia quiso dar a ésta como nota característica de ella, resplandece y alumbra, cada día con perpetuo y más vivo esplendor, delante de los ojos de todos.
b) Para la sociedad civil
33. La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes.
A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectítud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida cristiana.
c) Para los fieles
34. Porque si a Cristo nuestro Señor le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; si los hombres, por haber sido redimidos con su sangre, están sujetos por un nuevo título a su autoridad; si, en fin, esta potestad abraza a toda la naturaleza humana, claramente se ve que no hay en nosotros ninguna facultad que se sustraiga a tan alta soberanía. Es, pues, necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los efectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a El estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios (35), deben servir para la interna santificación del alma. Todo lo cual, si se propone a la meditación y profunda consideración de los fieles, no hay duda que éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección.
35. Haga el Señor, venerables hermanos, que todos cuantos se hallan fuera de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo; que todos cuantos por su misericordia somos ya sus súbditos e hijos llevemos este yugo no de mala gana, sino con gusto, con amor y santidad, y que nuestra vida, conformada siempre a las leyes del reino divino, sea rica en hermosos y abundantes frutos; para que, siendo considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos a ser con El participantes del reino celestial, de su eterna felicidad y gloria.

Estos deseos que Nos formulamos para la fiesta de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, venerables hermanos, prueba de nuestro paternal afecto; y recibid la bendición apostólica, que en prenda de los divinos favores os damos de todo corazón, a vosotros, venerables hermanos, y a todo vuestro clero y pueblo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre de 1925, año cuarto de nuestro pontificado.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

San Alberto Huratdo: estar siempre con la Iglesia

Comentario a un escrito de San Ignacio de Loyola



Reglas para estar siempre con la Iglesia, en el espíritu de la Iglesia militante. No podemos colaborar si no tenemos el espíritu de la Iglesia militante. Nuestra primera idea es buscar enemigos para pelear con ellos... es bastante ordinaria... San Ignacio dice: Alabar las largas oraciones, los ayunos, las órdenes religiosas, la teología escolástica... Alabar, alabar. ¡¡No se trata de vendarse los ojos y decir amén a todos!! Pero el presupuesto profundo está un poco escondido. Hay un pensamiento espléndido, a veces olvidado: tengo que alabar del fondo de mi corazón lo que legítimamente no hago. ¡¡No medir el Espíritu divino por mis prejuicios!!
La mente de la Iglesia es la anchura de espíritu. Si legítimamente ellos lo hacen, yo legítimamente no lo hago. La idea central es que, en la Iglesia, para manifestar su riqueza divina, hay muchos modos: «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones» (Jn 14,2). La vida de la Iglesia es una sinfonía. Cada instrumento tiene el deber de alabar a los demás, pero no de imitarlos. El tambor no imita la flauta, pero no la censura... Es un poco ridículo, pero tiene su papel. Y los demás instrumentos, ¿pueden mofarse del bombo? No, porque no son bombo. Es como el arco iris... El rojo ¿puede censurar al amarillo? Cada uno tiene su papel. Qué bien cuadra esto dentro del Espíritu del Cuerpo Místico.Luego, no encerrar la Iglesia dentro de mi espíritu, de mi prejuicio de raza, de mi clase, de mi nación. La Iglesia es ancha. Los herejes bajo el pretexto de libertad estrecharon la mente humana. Nosotros con nuestros prejuicios burgueses, hubiéramos acabado con las glorias de la Iglesia.
En el siglo IV, dijeron algunos: «Queremos servir a Dios a nuestro modo. Vamos a construir una columna y encima de la columna una plataforma pequeña... bastante alta para quedar fuera del alcance de las manos, y no tanto que no podamos hablarles... La caridad de los fieles nos dará alimento, ¡oraremos!». Nosotros ¿qué habríamos hecho? Hubiéramos dicho: «Esos son los locos... ¿Por qué no hacen como todos?». Pero el hombre no es ningún loco. La Iglesia no echó ninguna maldición, ¡les dio una gran bendición! Ustedes pueden hacerlo, pero no obliguen a los demás. Ustedes en su columna, pero el obispo puede ir a sentarse en su trono y los fieles a dormir en su cama. De todo el mundo Romano venían a verlos, arreglaban los vicios, predicaban. San Simón Estilita, y con él otros. Voy a alabar a los monjes estilitas, pero no voy a vivir en una columna


.Otro grupo raro declara: «Nos vamos al desierto, a los rincones más alejados para toda la vida. Vamos a pelear contra el diablo, a ayunar y a orar... a vivir en una roca». ¿Y nosotros? Con nuestro buen sentido burgués barato, diríamos: «Quédense en la ciudad. Hagan como toda la gente. Abran un almacén; peleen con el diablo en la ciudad». Pero la Iglesia tiene para ellos una inmensa bendición. ¡No peleen demasiado entre sí! Y no obliguen a los demás a ir al desierto; lo que ustedes legítimamente hacen, ¡¡otros no lo hacen!! Nosotros hoy, despedazados al loco ritmo de la vida moderna, recordamos a los Anacoretas con un poco de nostalgia.
Llega el tiempo de las Cruzadas. La gran amenaza contra el Islam. Llegan unos religiosos bien curiosos. ¿Para nosotros qué es un religioso? ¿Manso, con las manos en las mangas, modesto, oye confesiones de beatas, con birrete? Éstos no tienen birrete sino casco, y tienen espada en lugar de Rosario... Religiosos guerreros. Hacían los tres votos de religiosos para pelear mejor. Hacían un cuarto voto: el de los templarios, voto solemne: «no retroceder lo largo de su lanza, cuando solos tenían que enfrentar a tres enemigos». Era el cuarto voto. La Iglesia lo aprobó. Luego, ¿todos tienen que pelear y ser matamoros? Lo que ellos legítimamente hacen; nosotros, no.
Vienen otros, tímidos, humildes, pordioseros: –Un poco de oro y de plata, pero oro es mejor... –¿Qué van a hacer con el oro de los cristianos? –¡Llevarlo a los Moros! –¿Van a enriquecer a los Moros? ¡¿El tesoro de la cristiandad que se va?! –En la cristiandad no hay mejor tesoro que la libertad de los cristianos. Los religiosos de la Merced, un voto: ¡quedarse como rehenes para lograr la libertad de los fieles! Bendijo la Iglesia a los militares y a la Merced.¿Qué habríamos hecho nosotros con San Francisco de Asís? ¡Lo habríamos encerrado como loco! ¿No es de loco desnudarse totalmente en el almacén de su padre para probar que nada hay necesario? ¿No era de loco cortar los cabellos de Santa Clara sin permiso de nadie? ¿Qué habríamos hecho nosotros? En el almacén, el obispo le arrojó su manto, símbolo de la Iglesia que lo acepta.Vienen los Cartujos, que no hablan hasta la muerte. Si el superior le manda a predicar, puede decir: ¡No, es contra la Regla! «¡Absurdo ­-diríamos-, después de 7 años... a predicar!» La Iglesia mantuvo la libertad de los Cartujos: quieren mantenerse en silencio, ¡pueden hacerlo! Y vienen los Frailes Predicadores, los Dominicos: y la Iglesia le da su bendición a los Predicadores.San Francisco de Asís: una idea: construir un templo con cuatro paredes sin ventanas, un pilar, un techo, un altar, dos velas y un crucifijo. ¡Ah no! -diríamos-, eso es un galpón... Vamos a colgar cuadritos... vamos a poner bancos y cojines... ¡Nada!, dice San Francisco. Gran bendición a su Iglesia y fabulosas indulgencias. Es el recuerdo del Pesebre de Belén.En los primeros tiempos de los Jesuitas, construyen dos iglesias: el Gesù y San Ignacio. El Gesù, con columnas torneadas, oro y lapislázuli... tardaron 20 años pintando la bóveda: Nubes, santos y bienaventurados. Y San Ignacio, con ángeles mofletudos y barrigones... El altar hasta el techo, con Moisés y Abraham bien barbudos. Nosotros diríamos: «eso es demasiado, falta de gusto, de moderación». Y la Iglesia bendijo al Gesù y San Ignacio. No es el pesebre, es la gloria tumultuosa de la Resurrección.En la Iglesia se puede rezar de todos modos: oración vocal, meditación, contemplación, hasta con los pies (es decir, en peregrinación).
Los herejes, en cambio: fuera lámpara, fuera imágenes, fuera medallas... ¡Todos los desastres de la Iglesia vienen de esa estrechez de espíritu! ¡El clero secular contra el regular, y orden contra orden! Para pensar conforme a la Iglesia hay que tener el criterio del Espíritu Santo que es ancho.En el Congo ¿podemos pintar Ángeles negros? ¡Claro! ¿Y Nuestra Señora negra y Jesús negro? ¡Sí! Ese Jesús chino... ¡qué admirable! Nuestro Señor, en los límites de su cuerpo mortal, no podía manifestar toda su riqueza divina. Para el Congo un Padre compró cuadros impresos en Francia. Muestra el infierno, y los negros estaban entusiasmados: No había ningún negro, ¡sólo blancos! ¡Ningún negro en el infierno!Este es un pensamiento genial de San Ignacio, expuesto sencillamente: alabar, alabar, alabar. Alabemos todo lo que se hace en la Iglesia bajo la bendición del Espíritu Santo. ¡Cuando la Iglesia mantiene una libertad, alabémosla!

lunes, 17 de noviembre de 2008

EL MODERNISMO SIGUE CANDENTE

El Modernismo afirmó que la revelación de Dios se da en la experiencia interior del hombre. Con esto restó importancia y hasta invalidó la revelación histórica.
Por Horacio Bojorge

En esto se mostró discípulo de Kant, para quien la religión quedó relegada a la moral y dentro de los límites de la pura razón, ya que la revelación histórica no tiene, afirma Kant, fuerza de convicción universal como tiene la lógica y su fuerza racional. (Aunque no explica cómo siendo así, sigue habiendo tanto desacuerdo entre los hombres. Desacuerdos que según Hegel sólo se solucionan por la lógica del amo y del esclavo).
De esta manera, de la apelación de Kant a la universalidad de la razón en asuntos de fe y moral, sobreviene más tarde el recurso de los autores modernistas a la "experiencia humana", universal o compartible, como fuente de la revelación o conocimiento de Dios.
De este modo se ofrecía una alternativa que se consideraba ventajosa frente a la fe, y que aconsejaba dejada de lado, como algo que divide a los hombres y es causa de desacuerdo. Separa a los creyentes de los demás hombres y no puede ser fundamento de un acuerdo universal sobre la base de una experiencia humana universal.

De esta visión modernista de cuño y origen kantiano fueron derivando en estos cien años muchísimos frutos, efectos y consecuencias. Dado que se presentan en sus formas corrientes de "sentido común instalado" ya no se percibe cuáles son sus orígenes y hacia dónde conducen. Ni es fácil a veces percibir su incompatibilidad de fondo con la fe y la espiritualidad católica. Sucede, que muchos de estos fenómenos del sentido común modernista, se han extendido también entre los católicos, sin que se advierta cuál es su origen v cuáles sus consecuencias. Tanto más cuanto que la inadvertencia acerca sobre de su naturaleza modernista está extendida a menudo hasta en la misma academia teológica y universitaria católica; en la mente de las clases dirigentes intelectuales del catolicismo. Esto sucede tanto más fácilmente cuanto que no se es consciente de la raíz o de los principios que están implícitos en ciertos métodos.

Cuando algo se convierte en cultura, sus principios ingresan en la profundidad de los implícitos y, más aún, en la condición de tabúes intocables y que ya no es posible poner en discusión, sin exponerse a aparecer como un cuestionador del sentido común, que es como decir: un loco. A eso se agrega, que esos métodos se presentan a menudo con una cierta ambigüedad, que permite a la vez entenderlos de manera ortodoxa por unos y heterodoxa por otros. Precisamente porque los principios de los que derivan quedan implícitos y fuera de discusión.
Cuando el Pastor Bohoeffer dice, por ejemplo "redimidos para lo humano", lo humano puede entenderlo el católico a su manera, a la luz dc Cristo, verdadero hombre, y el marxista a la suya a la luz de la ideología del hombre nuevo socialista.
Cuando en catequesis se habla de partir del hecho de vida, se puede entender el método de manera correcta, si en la percepción del hecho de vida ya está implicada la mirada, el juicio y la acción de fe. Y si se ha admitido que el gran hecho de vida es la muerte redentora de Cristo en Cruz.
O puede entenderse de manera que se suponga que el anuncio evangélico y la fe que reclama como respuesta, son tan difíciles, que solamente pueden tener lugar si previamente se les ha preparado el terreno con la "revelación" que tiene lugar en la experiencia interior del hombre, para que lo humano haga aceptable lo revelado y propuesto a la fe. De manera semejante, resulta ambiguo el método del "ver, juzgar y actuar" íntimamente relacionado con el método catequístico que propone dogmáticamente que se ha de partir del "hecho de vida", es decir "de la experiencia" humana común, (en cuya génesis puede suponerse sin problema que la fe todavía no interviene) para llegar, por fin a la fe, según algunos lo entienden, o para llegar a la "iluminación del hecho" por la Palabra, que muchas veces funciona como una iluminación de la Palabra por el hecho de vida.
Esto sucede por lo tanto muchas veces en el supuesto, al parecer, de que la fe no ha logrado previamente determinar el ver, de que no sería capaz de hacerlo, por lo que el ver tiene que terminar fundando la racionabilidad o aceptabilidad de la fe.
En ocasión de aproximarse la Conferencia de Aparecida, vuelven a oírse voces de eclesiásticos que se declaran partidarios de mantener y de volver al método del ver, juzgar y actuar. Nada impide satisfacer ese deseo si se purifica el empleo del método, de esas ambigüedades tan dañosas, que pueden hacerlo funcionar en la perspectiva modernista y no en la católica. Es decir, interpretando y explicitando claramente el pleno acuerdo con el método, pero urgiendo que:
1) El ver del que se trata y se trate, sea el ver de la fe, y no un ver previo, que luego va a preguntarle a la fe, por su juicio y su acción, sino que ya desde que ve, ve con fe. El Vaticano primero ya ponía en guardia contra un poner de lado la fe provisoriamente por principio metódico (Denzinger 1815, Dz Schünmetzer: 3036)
2) Que el juicio sea el juicio creyente, de quien ha mirado con fe, sin ponerla de lado en el momento del ver, y por lo tanto entiende y juzga con fe y desde la fe, libre de complicidades con juicios mundanos o de contaminaciones con miras humanas
3) Que la acción sea la vida cristiana, la caridad y la misericordia, pero también la parresía cristiana dispuesta a la confesión, a la prisión y al martirio.
De lo contrario se llega, por el camino del experiencialismo modernista, a una mirada o un ver, que es el ver de las ciencia humanas construidas a partir de una antropología ajena a la fe (una psicología, una sociología, una economía, una ciencia política, que ignoran el pecado original, que ignoran la existencia de la envidia, de la acedia, del impulso irracional de las pasiones); que juzga de acuerdo a esa mirada glaucomiosa sobre lo humano y que actúa en consecuencia y ¡con qué consecuencias!.
Nos encontramos así, al final de este recorrido desde la pretensión modernista de la revelación de Dios en el alma del hombre, en el drama que señala Benedicto XVI en su discurso en Ratisbona. Quiero por fin, señalar, que la visión psicológica de Jung según la cual Dios se revela en el alma del hombre casi como una estructura (simplifico forzosamente pero por ahí va) es una concreción del principio modernista de la revelación interior.
Tampoco se ha visto en muchos medios católicos a qué conduce esta visión junguiana. A mi parecer, por ejemplo, el hoy tan difundido magisterio espiritual del Benedictino alemán Anselm Grün, tributario de Jung y Drewermann, está en esta dirección y al amparo de la misma ambigüedad, cunde pudiendo producir desviaciones muy dañinas, por lo parecidas al recto camino de la fe y la espiritualidad católica. De hecho, como me decía un amigo obispo “Anselm Grün, siguiendo a Jung, termina leyendo el evangelio como un librito de auto ayuda”. Lejos de conciliar la fe y la espiritualidad católica como algunos suponen, de católica por trillas del modernismo vulgarizado y convertido en sentido común. Lamento haber sido extenso. Pero me parece que es necesario mostrar que el un tema que exige atención, porque está candente.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Cuatro exorcistas de hoy hablan

Cuatro reconocidos exorcistas de hoy hablan del enfrentamiento con el Príncipe de este mundo.


Los laicos no pueden realizar exorcismos

Dice el padre Pedro Mendoza Pantoja, exorcista de la arquidiócesis de México, que el encargado de realizar exorcismos debe ser «un obispo o un sacerdote designado por éste, que, por mandato de Jesucristo y en el nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, hace una oración en la que, de forma imperativa, en caso de posesión diabólica, ordena a Satanás salga y deje en total libertad al poseso». También se puede orar para que sea «liberada una persona, lugar, casa o cosa de toda influencia demoníaca, ya sea infestación, obsesión u opresión».
«De acuerdo con el Evangelio, Cristo enriqueció a sus apóstoles con dones carismáticos cuando los envió a evangelizar» y «les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos». Por lo mismo, «corresponde a los obispos, sucesores de los apóstoles, ejercer este ministerio de expulsar a los demonios. Pero todo presbítero, por su ordenación, participa del sacerdocio ministerial de Cristo y es exorcista. Los laicos no pueden ser exorcistas». Ahora bien, los «auxiliares de liberación son: los sacerdotes que no tienen el carácter de exorcista oficial, médicos, psiquiatras, religiosos y laicos que ayudan al sacerdote exorcista en el discernimiento o auxiliándole en el ejercicio de su ministerio, bien con su oración de intercesión o en diversas eventualidades.
Los sacerdotes auxilian con oración de liberación y los laicos con oración de intercesión». «El sacerdote no exorcista oficial puede hacer el exorcismo menor, llamado también oración de liberación».

La psiquiatría suele mostrarse renuente a creer, pero...
El padre José Antonio Fortea, conocido exorcista español, afirma que «cualquier cristiano, por el mero hecho de creer en la Sagrada Escritura, tiene que creer que existe el demonio, que existe la posesión y que Cristo entregó un poder a los apóstoles para exorcizar». «Yo entiendo que algunos psiquiatras se muestren renuentes a creer en esto». Sin embargo, «cuando uno se encuentra un caso es cuando las cosas empiezan a replantearse».
«Tuve un caso, hace años, en el que le pregunté a la madre, después de mucho tiempo: ‘¿Por qué, cuando empezaron a darse los gritos de su hija, a ponerse en trance, usted no fue donde un psiquiatra?’. Me dijo: ‘Mire, padre, yo estaba un día rezando el Rosario en mi casa y al comenzar, mi hija entró en trance y de pronto el butacón pesado que hay en el salón comenzó a elevarse en el aire’. Entonces le dije: ‘Bueno, no tiene que explicarme más’». «Además, algunos psiquiatras me han llamado y me han dicho: ‘Padre, llevo este caso desde hace dos años y cada vez me convenzo mas de que esto no tiene nada que ver con la psiquiatría, que es un caso para la religión porque está el demonio de por medio’».

No existen las casas embrujadas, sino infestadas
El padre José de Jesús Moreno, exorcista de la diócesis de Durango, explica que en un lapso de 30 años ha visto en Durango de diez a doce casos de posesión diabólica, plenamente documentados como tales. En julio de 2004 exorcizó a un hombre que, después de haber vivido en el satanismo, se convirtió al cristianismo. «Los casos de posesión diabólica son raros», pero «Satanás está siempre activo. Es el tentador desde el principio. Hace de todo para que el hombre peque y cada vez que se realiza el mal, él está detrás, dejando en claro que es el hombre quien decide libremente sus actos. Pero también existe una acción extraordinaria del maligno: y ésta es la posesión diabólica».
«La opresión es una perturbación maligna a una persona en forma pasajera; puede ser externa a la persona como ruidos, olores fétidos, ver sombras, escuchar voces. La obsesión es una perturbación mental, de tipo psicológico que se manifiesta en odios, deseos de suicidio, angustias, ansiedades, depresiones profundas, miedos, obsesiones morbosas. En algunos casos una persona puede experimentar daños espirituales como el rechazo a la Palabra de Dios». El caso de la infestación es un fenómeno por el cual un demonio posee un lugar. «Puede mover cosas a voluntad o provocar ruidos u olores.
La infestación nunca provoca la posesión de ninguna de las personas que viven en el lugar. La causa de la infestación puede ser que en el lugar se hayan practicado con frecuencia ritos de hechicería, satánicos, magia negra», precisó el sacerdote.

Acudir con "brujos" puede acabar en posesión
Comenta: «Muchas personas son poseídas sólo con disturbios diabólicos, sobre todo si han recibido maleficios comiendo o bebiendo cosas maléficas. Vomitan objetos que se materializan en el instante que sale de la boca, pero en realidad no están en el estómago. Por lo tanto, si uno realiza análisis de estómago, no hay nada allí. Por ejemplo: clavos es el objeto más común que se vomita, pilas, llaves, muñecos de plástico. Yo he tocado con la mano los objetos y se materializan en el instante que salen de la boca».
«Son cuatro las razones por las cuales una persona puede ser poseída por el Demonio o maleficios.
1) Iniciativa del Demonio: esta rara causa le sucede solamente a los santos.
2) La causa más común es cuando uno recibe un maleficio.
3) Toda forma de ocultismo abre la puerta a la posibilidad de que el Demonio intervenga, dando disturbios o bien verdaderas posesiones maléficas.
4) Cuarta causa, rarísima, es donde hay un complejo de pecados graves, en los que uno se obstina.
Estos casos pueden determinar la intervención del Demonio». afirma el Padre Gabriel Amorth de la Diócesis de Roma.

La oración a san Miguel del Papa León XIII
El 13 de octubre de 1884 el papa León XIII experimentó una visión horrible después de celebrar la Eucaristía, cuando estaba consultando algo con sus cardenales. Le preguntaron si se sentía mal. Él respondió: «¡Oh, que imágenes tan terribles se me han permitido ver y escuchar!», y se encerró en su oficina. ¿Qué vio León XIII? «Vi demonios y oí sus crujidos, sus blasfemias, sus burlas. Oí la espeluznante voz de Satanás desafiando a Dios, diciendo que él podía destruir la Iglesia y llevar a todo el mundo al infierno si se le daba suficiente tiempo y poder. Satanás pidió permiso a Dios de tener cien años para poder influenciar al mundo como nunca antes había podido hacerlo». También León XIII vio a san Miguel Arcángel aparecer y lanzar a Satanás con sus legiones en el abismo del infierno.
Después de media hora llamó al secretario para la Congregación de Ritos y le entregó una oración que acababa de escribir para que la enviara a todos los obispos del mundo con el mandato de ser recitada después de cada Misa:
«San Miguel Arcángel, defiéndenos en los combates. Sé nuestro amparo contra la perversidad y las asechanzas del demonio. Mándele el Señor que no pueda dañarnos, humildemente te lo pedimos. Y tú, oh Príncipe de la milicia celestial, usando del poder que el Cielo te ha conferido, lanza al infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos que recorren el mundo para perder las almas. Amén».

lunes, 10 de noviembre de 2008

9 de noviembre: Dedicación de la Basília de San Juan de Letrán (Roma)


La Archibasílica de San Juan de Letrán o San Giovanni in Laterano es la Catedral de Roma, donde se encuentra la sede episcopal del Obispo de Roma (el Papa). Está dedicada a Cristo Salvador, sin embargo es más conocida con el nombre de san Juan de Letrán porque tanto Juan Evangelista como Juan Bautista indicaron al Salvador.

El nombre oficial es "Archibasilica Sanctissimi Salvatoris", es la más antigua y la de rango más alto entre las cuatro basílicas mayores o papales de Roma, y tiene el título honorífico de "Omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput" (madre y cabeza de toda las iglesias de la ciudad de Roma y de toda la tierra), por ser la sede episcopal del primado de todos los obispos, el Papa. Fue consagrada por el Papa San Silvestre I.


Como recordatorio, las otras tres basílicas mayores, todas caracterizadas por tener una Puerta Santa y un Altar Papal, son:
la
Basílica de San Pedro del Vaticano
la
Basílica de San Pablo Extramuros
la
Basílica de Santa María la Mayor

La archibasílica nace en el siglo III en tierras de los Lateranos, noble familia romana caída en desgracia bajo Nerón, cuya propiedad pasó por tanto al dominio imperial. El palacio cae en manos de Constantino I cuando se casó con su segunda mujer, Fausta, hermana de Majencio, y era conocido con el nombre de Domus Faustae. Por esta vía, Constantino disponía de él cuando ganó la batalla de Puente Milvio, en el 312.

La tradición cristiana indica que los terrenos y la residencia de los Lateranos fueron donados al obispo de Roma (la fecha de la donación no es segura pero debería ser durante el pontificado del Papa Melquíades), en señal de gratitud del emperador a Cristo que le había hecho vencer en la batalla, apareciéndosele durante el sueño.



El baptisterio de esta basílica es un edificio independiente de planta octogonal, y tiene la forma típica de los baptisterios de los primeros siglos, cuando el bautismo se hacía por inmersión. Por tanto, cuenta con una piscina en la cual el neófito se sumergía para salir por el lado opuesto.

Anexo a la archibasílica hay un claustro con jardines y arquerías, y un palacio (el Palacio de Letrán), propiedad del Papa. Antiguamente, todo este complejo lateranense fue la sede del Papa y del gobierno eclesiástico, hasta el tiempo en que la corte pontificia se mudó a Aviñón (Francia), periodo conocido como Cautiverio de Babilonia. Al regresar los Papas a Roma, se establecieron en la colina vaticana, donde actualmente está la Santa Sede.

También cerca de esta basílica está el edificio que alberga la Escalera Santa, una escalera cuyos escalones, traídos de Tierra Santa, son según la tradición los mismos que subió Cristo en el palacio de Pilato. No se permite subirlos de pie. Los devotos los suben de rodillas.

La actual basílica es de estilo neoclásico, pues casi no se conservan partes de la primitiva basílica, salvo algunos mosaicos del ábside. En lo alto de la fachada se encuentran estatuas de Cristo, los dos Juanes (el Evangelista y el Bautista) y los Apóstoles. La fachada ha sido deliberadamente hecha siguiendo el estilo de la de San Pedro. En las columnas a ambos lados de la nave central hay estatuas de los 12 Apóstoles. Bajo el altar mayor está enterrado el Papa Martín V, bajo cuyo pontificado se abrió por primera vez la Puerta Santa en esta basílica. El ara de este altar es una losa que, según la tradición, es la misma que usaban San Pedro y los primeros Papas al celebrar la Misa. Sobre el altar hay un baldaquino con un relicario en el que se conservan las cabezas de San Pedro y San Pablo. En el fondo del ábside está la cátedra, el trono episcopal del obispo de Roma (el Papa), hecho de mármol y mosaicos.

Actualmente, el Papa celebra ciertas ceremonias litúrgicas en este lugar (por ejemplo, la Misa de la Cena del Jueves Santo, y la Misa de la fiesta del Corpus Christi; esta última tiene lugar en el atrio, a partir del cual parte la procesión eucarística). En el calendario católico, el día 9 de noviembre está conmemorado a esta Basílica Mayor.



miércoles, 29 de octubre de 2008

El hábito religioso y el traje eclesiástico



Escrito por Don José María Iraburu en Religión en Libertad

"En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista, donde tienden a desaparecer incluso los signos externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente particularmente la necesidad de que el presbítero sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva."
En un blog de este portal, ha suscitado numerosos comentarios un artículo reciente sobre la conveniencia del «hábito religioso». Este tema va muy unido al del «traje eclesiástico», que corresponde a los sacerdotes, de tal modo que ambas cuestiones pueden ser tratadas conjuntamente, aunque no sean idénticas.
Por lo que al hábito religioso se refiere, entre otros documentos de la Autoridad apostólica, y además de la norma del Derecho Canónico, ya citada en el blog aludido (canon 669), recordaré, porque su formulación me parece muy precisa.

–la exhortación apostólica Evangelica testificatio, de Pablo VI (1971), sobre la renovación de la vida religiosa. En el número 22, al dar doctrina y normas sobre el hábito religioso, el Papa centra la cuestión no tanto en cuestiones prácticas discutibles, sino en razones profundas acerca de la significación teológica de lo especialmente sagrado: «Aun reconociendo que ciertas situaciones pueden justificar el quitar un tipo de hábito, no podemos silenciar la conveniencia de que el hábito de los religiosos y religiosas siga siendo, como quiere el Concilio, signo de su consagración (Perfectae caritatis 17), y se distinga, de alguna manera, de las formas abiertamente seglares».
En lo que se refiere al vestir de los sacerdotes, será suficiente recordar un documento-síntesis, publicado por la Congregación del Clero en 1994:
Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros. En el número 66, con el título Obligación del traje eclesiástico, dice lo que sigue:En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista, donde tienden a desaparecer incluso los signos externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente particularmente la necesidad de que el presbítero –hombre de Dios, dispensador de Sus misterios– sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad del que desempeña un ministerio público (211). El presbítero debe ser reconocible sobre todo, por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel –más aún, por todo hombre– (212) su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia.

Por esta razón, el clérigo debe llevar «un traje eclesiástico decoroso, según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal y según las legítimas costumbres locales» (213). El traje, cuando es distinto del talar [la sotana], debe ser diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio. La forma y el color deben ser establecidos por la Conferencia Episcopal, siempre en armonía con las disposiciones de derecho universal.

Por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias no se pueden considerar legítimas costumbres y deben ser removidas por la autoridad competente (214).Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el traje eclesiástico por parte del clérigo puede manifestar un escaso sentido de la propia identidad de pastor, enteramente dedicado al servicio de la Iglesia (215).


Al final del Directorio se lee: Su Santidad el papa Juan Pablo II, el 31 de enero de 1994, ha aprobado el presente Directorio y ha autorizado la publicación.José T. Card. Sánchez, Prefecto+Crescenzio Sepe, Arzob. tit. de Grado, Secretario. En otro artículo comentaré, Dios mediante, estas normas de la Iglesia.

Artículo II
"Los religiosos y religiosas, y de modo semejante los sacerdotes, con sus hábitos o su clerman, ofrecen una presencia visual perfectamente adaptada a un medio pobre o a uno rico. Apenas tienen que pensar cada día en qué ponerse. A lo más podrán tener «un» hábito más nuevo o un traje algo más elegante para algunos acontecimientos señalados. Y basta."
En mi primer artículo sobre el hábito religioso y el vestir de los sacerdotes me limité a recordar la doctrina y la normativa de la Iglesia, citando un par de documentos importantes. Añado ahora algunas consideraciones.

Importancia del tema.– Ortega y Gasset decía que «las modas en los asuntos de menor calibre aparente –trajes, usos sociales, etc.– tienen siempre un sentido mucho más hondo y serio del que ligeramente se les atribuye, y, en consecuencia, tacharlas de superficialidad, como es sólito, equivale a confesar la propia y nada más» (Historia del amor).
Creo que sería un error considerar el vestir de religiosos y sacerdotes como una cuestioncilla meramente accidental: «cuestión de trapos». Si tan poca importancia tiene, si en el fondo viene a «dar lo mismo» vestir de un modo u otro, ¿por qué tantos sacerdotes y religiosos, a veces tan buenas personas, no se deciden a obedecer lo que la Iglesia ha mandado reiteradas veces en este tema? No. Ya se ve que el asunto tiene mucha importancia, tanto para la vida personal de religiosos y sacerdotes, como para su presencia y ministerio entre los hombres.
La Iglesia, al mandar con tan determinada determinación el uso del hábito y del clerman (clergyman) se fundamenta no solo en una tradición que tiene ya muchos siglos, sino en sólidas razones teológicas y prácticas. Comienzo por fijarme en las razones prácticas, considerando solo tres: la pobreza, la identificación social y el voto de los jóvenes. En un tercer artículo recordaré los motivos teológicos, sin duda los más importantes.
Pobreza.– Cuando la Iglesia trata del vestir de sacerdotes y religiosos, suele aludir al «testimonio de pobreza» (p.ej., canon 669), y lo hace con toda razón. En comparación con el hábito o el clerman, vestir como seglar implica mucho
–más gasto de dinero. Una religiosa, por ejemplo, con dos o tres hábitos, muchas veces de confección casera, tiene resuelta de una vez la cuestión vestimentaria para, supongamos, diez años. Vestir de seglar, por el contrario, exige un número de prendas relativamente alto, pues no se pueden llevar siempre las mismas. Además, cada una de ellas tiene una expresividad social distinta, adecuada o no a tales o cuáles circunstancias.
–más gasto de tiempo. Tiempo para confeccionar la prenda. O tiempo para adquirirla: es sabido cuántas horas se lleva el ir a buscar en los comercios una cierta prenda, de tal forma, color y calidad, que a veces se resiste denodadamente a ser encontrada. Habrá que buscar en tal otra tienda. «Es que ya hemos mirado en cinco». «Pues lo dejamos para otro día».
–y gasto de atención: «¿qué me pongo hoy?». Los vestidos diversos tienen inevitablemente un lenguaje no-verbal de gran elocuencia. Eligiendo éste o el otro modo de vestir para tal ocasión, no convendrá llamar la atención por algo, pero tampoco presentarse como un adefesio. Conseguir este objetivo no siempre es tan sencillo, porque los lugares, ocasiones y circunstancias cambian mucho. Y todavía cambia más la moda, cuya íntima ley es precisamente el cambio permanente. Pero un cierto respeto por la moda, aunque sea muy relativo, viene a ser obligado en quien vista de seglar.

Estas no pequeñas inversiones de dinero, tiempo y atención se ven casi totalmente eliminadas cuando religiosos, religiosas y sacerdotes usamos el hábito o el clerman. Por otra parte, no parece realista oponerse al hábito religioso o eclesiástico alegando que resulta más caro que el vestir secular. Si, por ejemplo, a unas religiosas Misioneras de la Caridad, de la M. Teresa de Calcuta, les objetáramos que con sus hábitos desentonan de los medios tan pobres y miserables en los que habitualmente se mueven, probablemente reaccionarían sonriendo, pero se abstendrían de argumentar nada. Y es que son muy buenas.

Los religiosos y religiosas, y de modo semejante los sacerdotes, con sus hábitos o su clerman, ofrecen una presencia visual perfectamente adaptada a un medio pobre o a uno rico. Apenas tienen que pensar cada día en qué ponerse. A lo más podrán tener «un» hábito más nuevo o un traje algo más elegante para algunos acontecimientos señalados. Y basta.

Ciertamente, no todo «hábito» ha de ser una túnica que vaya del cuello a los talones (usque ad talos; de ahí lo de «hábito talar»). Hay hábitos, por supuesto, más cortos. Y en los hombres, religiosos o clérigos, siempre será posible el clerman. Pero pensando en el hábito más tradicional, el hábito talar, será también difícil argumentar que va contra la pobreza o que es insoportablemente incómodo, si tenemos en cuenta que lo usan normalmente, y no por mortificación, cientos y quizá miles de millones de seres humanos, sobre todo en Asia y África. Quizá una cuarta parte de la humanidad, y precisamente la parte más pobre, la más dedicada a trabajos físicos y la que habita en los países más calurosos. Tampoco hay razón para pensar que tantos millones de personas –en su mayoría, como digo, de países pobres–, vayan «sobre-vestidos», como a veces se alega objetando el hábito religioso. Las prendas que vistan interiormente serán, por supuesto, muy elementales.

Identificación social.– El vestir religioso o sacerdotal identifica de modo claro y permanente a la persona especialmente consagrada al servicio de Dios y de los hombres. Esto es evidente. Pero lo que importa afirmar es que esa identificación es sin duda positiva y valiosa. No solo la experiencia de la Iglesia así lo afirma, sino también los estudios modernos de psicología social. La bata blanca, por ejemplo, no dificulta la relación del médico con sus pacientes, sino que la facilita. Analizaré más este punto al tratar de la teología del signo. Pasemos, pues, ya a una tercera razón práctica.

El voto de la juventud.– A comienzos del siglo XXI, sabemos con certeza que los Institutos religiosos y los Seminarios que mantienen el hábito y el clerman tienen muchísimas más vocaciones que aquellos otros que los han eliminado, secularizando deliberadamente su imagen en el vestir. Si nos asomamos a los ámbitos de Iglesia que tienen más vocaciones, comprobamos que, siendo a veces entre sí muy diferentes, todos coinciden en que de un modo u otro identifican de modo evidente por el vestir a sus miembros religiosos o sacerdotes. Esto podrá alegrar a unos y entristecer a otros; pero lo que es evidente es que es así.
También viene a ser, simétricamente, una regla general significativa que entre los institutos religiosos que caminan aceleradamente hacia su extinción o los Seminarios diocesanos que no tienen vocaciones, suele ser norma común la secularización completa del vestir. El dato, sin duda, es elocuente. Aunque también haya, es cierto, religiosos y Seminarios que conservan el hábito o el clerman y que no tienen vocaciones. Pero no es frecuente, al menos, no es una norma.
Dicho lo mismo en otras palabras: el voto de los jóvenes que aspiran a la vida sacerdotal o religiosa, masculina o femenina, actualmente se vuelca indudablemente en favor de los Seminarios y de los Institutos religiosos que mantienen la identificación social en el vestir. En las Iglesias diocesanas, por ejemplo, cada vez es más frecuente comprobar que son los sacerdotes jóvenes los más adictos al clerman.
También conviene señalar, en ese mismo sentido, que los Obispos, sobre todo los más jóvenes, van nombrando cada vez más para las funciones principales de la diócesis –Curia, Seminario, Delegaciones, etc.– a sacerdotes que no solamente en lo fundamental, doctrina y vida, sino también en su vestimenta, se ajustan a la enseñanza y a la disciplina de la Iglesia.

El voto del Espíritu Santo.– Acabo de aludir, entre las razones prácticas, al voto de los jóvenes de hoy. Y es un argumento que no debe ser ignorado. Pero ese mismo dato ha de ser considerado en una significación infinitamente más profunda. Siendo el Espíritu Santo el único que puede suscitar vocaciones, y mantenerlas en la fidelidad perseverante, puede conocerse por datos ciertos que Él prefiere suscitar vocaciones religiosas y sacerdotales allí donde se guarda la disciplina de la Iglesia en lo relativo al vestir de sacerdotes y religiosos.
En un tercer artículo, con el favor de Dios, he de tratar de las razones más profundas del hábito en el sacerdote y el religioso.

Artículo III
"Nuestro Señor Jesucristo, por tanto, es el único que une absolutamente santidad y sacralidad: es santo por su divinidad y perfectamente sagrado por su encarnación. Más aún, Él es la fuente de toda sacralidad cristiana."
En mi primer artículo cité dos documentos de la Iglesia, especialmente iluminadores del tema que nos ocupa: la exhortación apostólica de Pablo VI Evangelica testificatio (=EvgTest) y el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, aprobado por Juan Pablo II (=Direct.). Vuelvo sobre ellos en las consideraciones que siguen. Pero antes convendrá recordar algunas categorías teológicas importantes.

Santo y sagrado.– En la Biblia y en la tradición teológica de la Iglesia, «Dios» es el Santo. Y son sagradas aquellas «criaturas» que en modo manifiesto han sido especialmente elegidas por el Santo para santificar a los hombres. Ese modo, según digo, es manifiesto para los creyentes, ciertamente, pero en alguna medida, también para los paganos.
Nuestro Señor Jesucristo, por tanto, es el único que une absolutamente santidad y sacralidad: es santo por su divinidad y perfectamente sagrado por su encarnación. Más aún, Él es la fuente de toda sacralidad cristiana.
En efecto, sagrado es el cuerpo místico de Cristo, la Iglesia («sacramento universal de salvación», Vat.II: Lumen gentium 48; Ad gentes 1). Sagrado es el pan eucarístico. Los cristianos (su mismo nombre lo expresa), ya por el bautismo, son sagrados, ungidos, consagrados por Dios en Cristo. Y así tantas otras sacralidades cristianas: sagradas Escrituras, sacramentos, sagrados Concilios, vírgenes consagradas, templos, lugares sagrados, etc.
Ciertamente, la especial sacralidad está exigiendo especial santidad, por ejemplo, en los sacerdotes. Pero no la implica de modo necesario: un ministro sagrado no deja de serlo si es un gran pecador. Eso sí, la Iglesia podrá suspenderle en el ejercicio de sus funciones sagradas.

El Vaticano II y lo sagrado.– Dentro de la Iglesia, donde todo es sagrado (sacramento universal), se distinguen diversos grados de sacralidad, y se reserva habitualmente el término sagrado a aquellas criaturas más directamente dedicadas por Dios a la santificación. Habiendo en los religiosos, por ejemplo, una sacralidad especialmente intensa, la Iglesia habla de vida consagrada para designar la vida religiosa, cuando en realidad, obviamente, toda vida cristiana es sagrada y consagrada. Por tanto, el uso tradicional que la Iglesia hace de la terminología de lo sagrado tiene un fundamento real. En este caso, la especial consagración de los religiosos.
El Concilio Vaticano II, que emplea con frecuencia el lenguaje de lo sagrado, puede servirnos de modelo. Fijándonos solo, por ejemplo, en la constitución Lumen gentium, comprobamos que el Concilio habla de la sagrada Escritura (14, 15, 24, 55), de la sagrada liturgia (50), del sagrado Concilio (1, 18, 20, 54, 67). Califica de sagrado el culto (50), el bautismo (42), la unción (7), la eucaristía (11), la comunión (11), la asamblea eucarística (15, 33), la comunidad cristiana sacerdotal (11), los religiosos y sus votos (44). Para el Concilio es especialmente sagrado todo lo referente al sacerdocio: el orden sacramental (11, 20, 26, 28, 31), el carácter (21), los Obispos, los pastores sagrados (30, 37), el ministerio (13, 21, 26, 31, 32), los ministros (32, 35), la potestad pastoral de regir (10, 18, 27, 28, 35, 37).

Lo sagrado tiende de suyo a ser visible.– Lo sagrado participa de la economía sacramental de la gracia cristiana. Y el sacramento es signo visible de la gracia invisible que santifica a los hombres. Esta visibilidad sensible pertenece, pues, a la naturaleza misma de lo sagrado, y por eso la Iglesia acentúa tanto este aspecto en su doctrina y en su disciplina (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium 7c, 33b, 59).
Así pues, lo sagrado existe en la Iglesia porque quiso Dios, el Santo, comunicarse a los hombres en modos manifiestos y sensibles, es decir, empleando la mediación de criaturas (sagradas Escrituras, sacramentos, sagrada liturgia, Obispos, pastores sagrados, sagrados Concilios, etc.). Podría Dios haber organizado la economía de la gracia y de la salvación de otro modo. Pero quiso santificar a los hombres empleando ese conjunto de mediaciones visibles que forman «el sacramento admirable de la Iglesia entera» (Sacr. Conc. 5b).

Secularización y secularismo.– Cuando los Padres del Concilio Vaticano II empleaban con tanta frecuencia y naturalidad el vocabulario de lo sagrado, usaban simplemente el lenguaje católico de la Iglesia, y no imaginaban probablemente que el huracán secularizante de los años postconciliares iba incluso a arrasar y proscribir toda la terminología de lo sagrado, como si esta categoría teológica, bíblica y tradicional, fuera completamente ajena al cristianismo, y como si toda sacralidad cristiana implicara una judaización, o más aún, una paganización del cristianismo. Los teólogos secularizantes y des-sacralizantes conceden a lo más –y no todos– una existencia cristiana de lo sagrado, pero siempre que sea exclusivamente interior, puramente invisible. Falsifican, pues, totalmente la teología natural y cristiana de lo sagrado.
Sus tesis, sin duda, contrarían tanto la religiosidad natural de los pueblos, como la religiosidad sobrenatural cristiana instituida por nuestro Señor Jesucristo y sus Apóstoles. Sin embargo, esta falsa teología ha conseguido secularizar en no pocas partes de la Iglesia las misiones, la beneficencia, la misma liturgia, los templos, la moral, los colegios y Universidades, etc. Y por supuesto, ha procurado con especial interés y eficacia secularizar completamente la imagen del sacerdote y del religioso.

Especial sacralidad del sacerdote y del religioso.– Todos los cristianos, ya lo hemos dicho, son sagrados, es decir, consagrados por el bautismo, y forman un pueblo sagrado, un Templo de piedras vivas, que es en medio de las naciones sacramento universal de salvación. Y dentro de ese pueblo, ha querido Dios intensificar de un modo especial la condición sagrada –es decir, la especial potencia y dedicación para la santificación– tanto de los sacerdotes, como de los religiosos, aunque en modos diversos. En efecto, como enseña el Vaticano II, los sacerdotes ministros han sido «consagrados de un modo nuevo» por el sacramento del Orden («novo modo consecrati», Presbyterorum ordinis 12a). Y también los religiosos, por la profesión de sus sagrados votos, han recibido de Dios una nueva consagración («novo et peculiari titulo... intimius consecratur», Lumen gentium 44a).

El hábito religioso y el traje eclesiástico.– Pues bien, la Iglesia, al establecer sus normas sobre el vestir de religiosos y sacerdotes, considerándolos como personas especialmente consagradas a Dios, se fundamenta muy principalmente –casi exclusivamente– en la gran conveniencia de significar sensiblemente su condición sagrada invisible. Por esa razón teológica, verdadera, profunda, importante, la Iglesia, fiel a la tradición de ya muchos siglos, quiere y manda con autoridad apostólica que por la misma vestimenta «se vea», se haga visible de modo patente, la condición especialmente sagrada de sacerdotes y de religiosos. La Iglesia quiere que el signo sagrado en sacerdotes y religiosos signifique visiblemente y cause lo que significa. Y esto lo quiere y ordena con tanto mayor empeño cuanto que advierte con todo realismo que estamos «en una sociedad secularizada, donde tienden a desaparecer los signos externos de la realidades sagradas y sobrenaturales» (Direct. 66). Comprobemos esta voluntad de la Iglesia en los dos documentos ya aludidos.

Religiosos.– La Iglesia afirma «la conveniencia de que el hábito de los religiosos y religiosas siga siendo, como quiere el Concilio, signo de su consagración (Perfectae caritatis 17), y se distinga de alguna manera de las formas abiertamente seglares» (EvangTest 22). Lo mismo dice el Código: sea «signo de su consagración» (c. 669). Ahora bien, el signo, para poder significar, ha de ser visible. Si es invisible, si apenas se distingue, se hace in-significante, y no causa los efectos que debería producir.

Sacerdotes.– De modo semejante, la Iglesia «siente particularmente la necesidad de que el presbítero, hombre de Dios, dispensador de Sus misterios, sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad del que desempeña un ministerio público. El presbítero debe ser reconocible sobre todo por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel –más aún, por todo hombre– su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia». Para ello, su modo de vestir «debe ser diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio» (Direct. 66).
Aversión al hábito y al clerman.– Por el contrario, aborrecen lógicamente la identificación visible de sacerdotes y religiosos todos aquellos que rechazan la enseñanza de la Iglesia Católica sobre la teología y la disciplina de lo sagrado; quienes estiman que el sagrado cristiano no debe tener –debe no tener– visibilidad sensible; quienes no aceptan que entre el «sacerdocio ministerial» y el «sacerdocio común de los fieles» haya una diferencia esencial, y no solo de grado (Lumen gentium 10); quienes niegan que, sobre la consagración bautismal de todo cristiano, haya en sacerdotes y religiosos una nueva consagración. Todos ellos –que normalmente son los mismos– aborrecen visceralmente el hábito o el clerman. Se oponen a ello por principio, por principio doctrinal, teológico; falso, por supuesto. Incluso no raras veces marginan y descalifican a quienes se atienen en el vestir a las normas de la Iglesia, y aún llegan en ocasiones a palabras y actitudes agresivas. Ellos, en cambio –merece la pena señalarlo–, no suelen recibir ataque alguno, ni dentro ni fuera de la Iglesia, a causa de la secularización completa o casi total de su apariencia.
Pero recordemos ya otra verdad muy importante, hoy excesivamente silenciada.

La obediencia a las normas disciplinares de la Iglesia.– La disciplina canónica de la Iglesia se ha formado a lo largo de los siglos fundamentándose sobre todo en los cánones de los Concilios. Estos cánones, que la Iglesia reúne en el Derecho Canónico, establecen con autoridad apostólica normas disciplinares eclesiales, que han de ser obedecidas y cumplidas. No son meras orientaciones sujetas a libre opinión, discutibles y devaluables en público por cualquiera. En el primer Concilio de Jerusalén, dicen los Apóstoles: «nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros» (Hch 15,28). Y veinte siglos después estamos en las mismas: las normas disciplinares de la Iglesia expresan ciertamente la benéfica autoridad del Señor y de la autoridad apostólica sobre el pueblo cristiano. En consecuencia, deben ser obedecidas en conciencia.
Algunos dirán que tratándose de leyes positivas de la Iglesia pueden ser objeto de críticas y de discusiones públicas. Pero esto, al menos en las cuestiones más graves, no es verdad. Hay en la Iglesia leyes positivas de gran importancia, como las que se refieren al celibato eclesiástico, la comunión ordinaria bajo solo una especie, la comunión frecuente, la confesión al menos anual de los pecados graves, etc., y también las referentes al vestir de sacerdotes y religiosos, que más que discusión, piden obediencia.
Todas esas leyes, y otras semejantes, son, efectivamente, leyes positivas, y por tanto de suyo podrían ser cambiadas. Pero no sin grave escándalo y daño para los fieles –laicos, sacerdotes, religiosos– pueden ser discutidas en público, criticadas y desprestigiadas, sobre todo cuando se trata de cuestiones en las que la Iglesia se ha pronunciado con gran fuerza y reiteración. En el tema del vestir que nos ocupa, la Iglesia establece sus normas con tanta firmeza que dispone que «las praxis contrarias no se pueden considerar legítimas costumbres y deben ser removidas por la autoridad competente» (Direct. 66). Tengámoslo claro: una de las maneras principales de «hacerse como niño» para poder entrar en el Reino es aceptar y obedecer las enseñanzas y mandatos de la Iglesia, Esposa de Cristo, nuestra Madre y Maestra –la Mater et Magistra, del Beato Juan XXIII–. Aquel que prefiere su propio juicio y discernimiento al de la Iglesia, al menos en algunas cuestiones, no sabe hacerse como niño, no sabe asumir una actitud discipular. Y las consecuencias son previsibles.

Otras consideraciones.– En favor del vestir propio de religiosos y sacerdotes hay muchas otras razones. Argumentos apostólicos: el hábito y el clerman son con mucha mayor frecuencia una ayuda que una dificultad para establecer una relación religiosa con los hombres. Psicológicos: ayudan al sacerdote y al religioso a mantener actualizada la conciencia de la propia identidad personal y ministerial. Ascéticos: implican un cierto sacrificio, evitan tentaciones, eliminan vanidades seculares, dificultan asistir a lugares o espectáculos inconvenientes. Testimoniales: el hábito y el clerman están «confesando a Cristo» ante el mundo secular, y vienen a ser entre los hombres como una iglesia, digna y bien visible, que se alza entre las casas de un pueblo o una ciudad. Estéticos: libran a religiosos, religiosas y sacerdotes de apariencias vestimentarias que, por razones obvias, resultan no pocas veces lamentables.
Pero además de éstas y de tantas otras razones prácticas y teológicas, ya suficientemente expuestas, el vestir propio de religiosos y sacerdotes se fundamenta sobre todo en la gran conveniencia de significar la consagración de las personas y en la obligación de obedecer a la Iglesia.

«Quien pueda oir, que oiga».
Hábito y clerman. Apéndice.
" Aquel cristiano que en cuestiones disciplinares, que afectan a veces gravemente la vida del pueblo creyente, solo acepta «las leyes que le parecen buenas», y en caso contrario prefiere atenerse a su conciencia, resiste la Autoridad apostólica. No se hace como niño, para entrar en el Reino. No reconoce a la Iglesia como Mater et Magistra."
Hace unos días publiqué en esta sección tres artículos sobre El hábito religioso y el traje eclesiástico (6, 8 y 12 de septiembre). Y un viaje posterior me impidió atender los comentarios que se fueron añadiendo a ellos. Doy las gracias a los comentaristas laudatorios, y trato de responder las objeciones de los contradictores.

El incumplimiento de una ley de la Iglesia no exige de suyo su modificación o retirada.– Uno de los comentaristas arguye que las leyes positivas de la Iglesia, como las que se han dado sobre el vestir de los sacerdotes, pueden ser cambiadas. Y que «ya que hay tantos clérigos que no lo utilizan igual habría que replantearse algún cambio jurídico como por ejemplo liberalizar el uso».
No convence el argumento. Tantas leyes positivas de la Iglesia son masivamente incumplidas, y no por eso son cambiadas o retiradas por la Iglesia. Por ejemplo, manda la Iglesia que «el domingo y los demás días de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» (Código c. 1247). ¿Habrá de retirar la Iglesia esa norma secular fundamentalísima por el hecho de que en muchas regiones la incumpla un 90 por ciento de los cristianos? El hecho de que en una parte de la Iglesia, y en un tiempo determinado, una gran mayoría de sacerdotes y religiosos vista como los laicos no exige quitar las normas sobre su vestimenta. Y menos si se ve que cada vez son más los sacerdotes y religiosos jóvenes que cumplen en su modo de vestir las normas de la Iglesia.

La tolerancia de un abuso no significa su aprobación.– Otro comentarista argumenta que si la Iglesia de hecho permite que tantos sacerdotes vayan de paisano, será que no obliga realmente a llevar el traje eclesiástico: «Si Roma lo tiene bien claro y no mueve ficha es señal de que de claro no lo tiene tanto y más bien lo ve borroso».
Como ya recordé en mi primer artículo, el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, al tratar de la norma del traje eclesiástico (n.66), llega a afirmar que «por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las práxis contrarias [vestir de laico] no se pueden considerar legítimas costumbres, y deben ser removidas por la autoridad competente». La Iglesia, pues, da sobre el tema normas con absoluta firmeza y claridad.

Las leyes positivas de la Iglesia obligan en conciencia.– Dice uno: «Yo soy obediente como un niño para el Credo (que es lo que exige la Iglesia al cristiano), ¿en el Credo se habla del traje eclesiástico? pues eso». Y unas horas antes él mismo había escrito: «la lealtad que tengo en relación con el depósito de la Fe, no tengo porque tenerla con las leyes positivas, es más no me da la gana. Hay leyes que me parecen buenas y otras no, concretamente la obligación de portar el traje eclesiástico pues no la acepto».
Aquel cristiano que en cuestiones disciplinares, que afectan a veces gravemente la vida del pueblo creyente –como el precepto dominical–, solo acepta «las leyes que le parecen buenas», y en caso contrario prefiere atenerse a su conciencia, resiste la Autoridad apostólica. No se hace como niño, para entrar en el Reino. No reconoce a la Iglesia como Mater et Magistra. Se fía más de su juicio personal que de las normas acordadas, muchas veces en Concilios, por los Pastores sagrados. No reconoce la autoridad de atar y desatar dada por Cristo a los Apóstoles, y especialmente a Pedro y a sus sucesores. No admite que el Orden sacramental comunica a los Pastores sagrados una especial autoridad para enseñar, santificar y regir al pueblo cristiano: para regir y dar leyes (Vaticano II, Lumen gentium 18, 27; Christus Dominus 16; Presbyterorum ordinis 2,6-7).
No pocas comunidades protestantes aceptan con fe el Credo, pero en temas doctrinales o disciplinares no aceptan la Autoridad apostólica, tal como está constituida en la Iglesia católica. Por eso no son católicos. Son protestantes.
Conviene que las normas católicas sean consideradas y en su caso discutidas por católicos.– No es fácil entender por qué se molesta un cristiano en rechazar una norma de la Iglesia católica –en este caso, el vestir de sacerdotes y religiosos– si no reconoce la autoridad de los Pastores católicos para darla. Supongamos que en un blog islámico se está tratando si es conforme con la ley islámica, la sharia, una cierta fatwa acerca del velo femenino, emitida por un muftí chiíta. ¿Siendo yo católico, no obraría en forma insensata entrando en ese blog para discutir la conveniencia, la licitud, la validez de esa norma, si desde un principio dejo claro que no creo ni en la sharia, ni en las fatwas, ni en los muftíes, ni en los chiítas? ¿Qué pintaría yo en ese foro de discusión? Sería un troll; dicho en castellano, un reventador.

La Iglesia debe dar leyes positivas sobre ciertas cuestiones concretas.– Lo ha hecho siempre, ya desde el Concilio apostólico de Jerusalén: «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros»... (Hch 15,28). Los acuerdos tomados entonces, como es sabido, se referían a cuestiones prácticas bien concretas, que los Apóstoles estimaban no debían quedar atenidas solamente a la conciencia de cada uno. Y San Pablo, en sus viajes misioneros, comunicaba a los neo-cristianos «los decretos dados por los apóstoles y presbíteros de Jerusalén, encargándoles que los guardasen» (16,4).
A partir del siglo IV, una vez lograda la libertad civil de la Iglesia, cesadas las persecuciones, nacen los monjes, con sus modos peculiares de vestir, y también se inicia en el clero su diferenciación visual de los laicos. Ya en el siglo V y VI se establecen normas referentes a la identificación externa de los sacerdotes, tanto por la tonsura como por el modo de vestir. «Clericus professionem suam etiam habitu et incessu probet» (Statuta Ecclesiæ Antiqua, sigloV).
Y posteriormente son muy numerosos los Concilios que dan normas de vita et disciplina clericorum, en las que se regulan ciertos modos concretos de la vida de los clérigos, en referencia al vestido, a la costumbre de llevar armas, a la práctica de ciertos juegos, negocios y variantes de la caza, etc., tratando siempre de que la fisonomía social de los clérigos se diferencie claramente de los laicos (cf. concilio de Agda 506, Maçon 581, Narbona 589, Liptines 742, Roma 743, Soisson 744, Nicea 787, Maguncia 813, Aquisgrán 816, Metz 888, Aviñón 1209, Rávena 1314, Trento 1551, Milán 1565, etc.). Estas normas canónicas se siguen dando, en disposiciones análogas, hasta nuestros días (Conferencia Episcopal Española 14-VII-1966; Código de Derecho Canónico 1983, cc. 284, 669; Directorio para la vida y el ministerio de los presbíteros, 1993, n.66).
Teniendo, pues, en cuenta esta unánime actitud de la Iglesia durante tantos siglos, en Oriente y Occidente, se ve claro que aquellos comentaristas que exigen que «la cuestión del hábito ha de ser algo limitado a la conciencia del religioso o clérigo», alegando que «en temas de conciencia la Iglesia no puede meterse», ya que «ante la conciencia no podemos nada», etc., están gravemente errados. Con esa actitud se marginan de la tradición católica, se enfrentan a ella, y estiman una intromisión abusiva de la Iglesia toda normativa sobre el vestir de sacerdotes y religiosos. Y eso no está nada bien.

Jesús no usó hábito especial. Son los sacerdotes y religiosos quienes lo necesitan.– El Hijo eterno de Dios, nuestro Señor Jesucristo, es la realidad divino-humana que se presenta ante los hombres por la epifanía de su encarnación. Los sacerdotes y religiosos han de ser signos de esa realidad, que están llamados a re-presentar en formas especialmente visibles, por su condición especialmente sagrada. Cristo no necesita de ningún signo vestimentario para re-presentarse a sí mismo. Quienes necesitan de esos signos sagrados son los religiosos y los sacerdotes, que han de actuar frecuentemente «in persona Christi» (Presbyterorum ordinis 2). Y esos signos ayudan también no poco a los laicos para mirar al sacerdote como «alter Christus».
No me alargo sobre el tema porque en mi artículo III ya lo desarrollé con cierta amplitud, y no es cosa de cansar al lector. Pero añadiré una cita del Sínodo de los Obispos dedicado en 1971 al sacerdocio presbiteral: «El sacerdote es signo del plan previo de Dios, proclamado y hecho eficaz hoy en la Iglesia. Él mismo hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos» (I,4). Los sacramentos son signos visibles de la gracia invisible. Por eso la Iglesia ha querido que el sacerdote, y más aún hoy, en «una sociedad secularizada y tendencialmente materialista», sea un signo bien patente, que también «por un modo de vestir ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel –más aún, por todo hombre– su identidad y su pertenencia a Dios y a la Iglesia» (Directorio 66; cf. Vaticano II, Perfectæ caritatis 17).

Tiempos de persecución.– Un comentarista arguye: «¿Cómo no se le ocurrió a Jesús utilizar un hábito que le hiciera evidentemente sagrado a los ojos del mundo?». Se ve que no entiende que Cristo se presenta como la realidad que sacerdotes y religiosos re-presentan como signos.
Pero tampoco parece caer en la cuenta de que Jesús, en su vida pública, fue cada vez más perseguido –sufrió varios atentados–, hasta que al final de su vida era tal el peligro que corría, que «ya no andaba en público entre los judíos, sino que se fue a una región próxima al desierto, y allí moraba con los discípulos» (Jn 11,54). Cuando vuelve a presentarse en público –Betania, Jerusalén–, lo matan.
Ya sabemos que, en tiempos de persecución, como en la guerra civil de 1936-1938 en España, lógicamente, Obispos, sacerdotes y religiosos visten de laicos para evitar el encarcelamiento e incluso la muerte. Es lo mismo que hicieron tanto Cristo como los cristianos de los tres primeros siglos.

Otras objeciones.– Algunas objeciones de otros comentarios no requieren respuesta, pues se oponen frontalmente a la doctrina de la Iglesia. Por ejemplo, aquellos que niegan que haya en sacerdotes y religiosos una especial sacralidad o consagración se oponen abiertamente a la doctrina católica de siempre, actualizada en el Vaticano II (cf. p. ej., Presbyterorum ordinis 12a; Lumen gentium 44a).
Tampoco es oportuno responder a otros comentarios tan precarios como: «Vamos Iraburu... creo que tus argumentos son penosos». En tal frase no hay pensamiento, no hay argumento, carece de logos: no puede haber dia-logo sobre esa afirmación. Aunque sí conviene precisarle algo a quien la dice. Y es que esos argumentos «penosos» no son propiamente de Iraburu; son, como lo he mostrado ya sobradamente, doctrina teológica y disciplina de la Iglesia.
José María Iraburu, sacerdote



(211) Cfr. JUAN PABLO II, Carta al Card. Vicario de Roma (8 septiembre 1982): «L’Osservatore Romano», 18-19 octubre 1982.(212) Cfr. PABLO VI, Alocuciones al clero (17 febrero 1972; 10 febrero 1978): AAS 61(1969), 190; 64 (1972), 223; 70 (1978), 191; JUAN PABLO II, Carta a ‘todos los sacerdotes en ocasión del Jueves Santo de 1979 Novo incipiente (7 abril 1979), 7: AAS 71, 403-405; Alocuciones al clero (9 noviembre 1978; 19 abril 1979): Insegnamenti I (1978), 116; II (1979), 929.(213) C.I.C., can. 284.(214) Cfr. PABLO VI, Motu Proprio Ecclesiae Sanctae, I, 25 § 2d: AAS 58 (1966), 770; S. CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, Carta circular a todos los representantes pontificios Per venire incontro (27 enero 1976); S. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Carta circular The document (6 enero 1980): «L’Osservatore Romano» supl., 12 de abril de 1980.(215) Cfr. PABLO VI, Catequesis en la Audiencia general del 17 de septiembre de 1969; Alocución al clero (1 marzo 1973): Insegnamenti, VII (1969), 1065; XI (1973), 176.